Aunque los hospitales estadounidenses no están invadidos de revendedores, la atención médica a menudo requiere largas esperas. Las citas médicas tienen que programarse con semanas, y a veces meses, de antelación. Si alguien necesita acudir a una consulta, puede que tenga que poner a prueba su paciencia en la sala de espera para ser atendido durante diez o quince minutos en la consulta del doctor. La razón: las compañías aseguradoras no pagan mucho a los médicos de atención primaria por las citas rutinarias. Para poder vivir decentemente, los médicos generales tienen listas de tres mil o más pacientes, y a menudo han de atender a toda prisa veinticinco o treinta citas al día.
Muchos pacientes y médicos se sienten frustrados con este sistema, que deja poco tiempo a los médicos para conocer a sus pacientes o responder a sus preguntas. Por eso, un número cada vez mayor de médicos ofrece ahora una forma mejor de atenderles conocida como concierge medicine. Del mismo modo que el conserje de un hotel de cinco estrellas, el médico personal está al servicio del paciente las veinticuatro horas. Por unas cuotas anuales que van de 1.500 a
25.000 dólares, los pacientes tienen aseguradas citas para el mismo día o el siguiente, consultas sin esperas y sin prisas, y acceso las veinticuatro horas al médico por correo electrónico y teléfono móvil. Y si necesita ver a un buen especialista, el médico personal le acortará el tiempo de espera
Las historias que acabamos de comentar son signos de los tiempos. En aeropuertos y parques de atracciones, en los pasillos del Congreso y en las salas de espera de los doctores, la ética de la cola —«el primero en llegar es el primero al que se atiende»— está siendo desplazada por la ética del mercado —«uno recibe según lo que pague».
Y este desplazamiento refleja algo más serio: la penetración creciente del dinero y de los mercados en esferas de la vida que antes no se regían por normas mercantiles.
Vender el derecho a adelantarse en la cola no es el ejemplo más grave de esta tendencia. Pero reflexionar sobre lo que está bien y lo que está mal en las esperas de las colas y sobre las reventas de entradas y otras formas de adelantarse en una cola puede ayudarnos a percibir la condición moral, y los límites morales, del razonamiento mercantil.
¿Hay algo malo en pagar a alguien para que se coloque en una cola o en revender entradas? La mayoría de los economistas dirán que no. Ellos sienten escasa simpatía por la ética de la cola. Si yo quiero pagar a una persona indigente para que espere en la cola por mí, dirán, ¿de qué tiene que quejarse nadie? Si he vendido mi entrada en vez de usarla, ¿por qué tienen que decirme que no haga tal cosa?
La defensa de los mercados frente a las colas se basa en dos argumentos. Uno habla de respeto a la libertad individual, y el otro de maximización del bienestar o de utilidad social. El primero es un argumento libertario. Sostiene que la gente ha de ser libre para comprar y vender lo que le plazca mientras no vulnere los derechos de nadie. Los libertarios se oponen a que existan leyes contra la reventa de entradas por la misma razón que se oponen a que haya leyes contra la prostitución o contra la venta de órganos humanos: creen que tales leyes vulnerarían la libertad individual al interferir en elecciones que hacen personas adultas por su propia voluntad.
El segundo argumento en favor de los mercados, más familiar entre los economistas, es utilitario. Dice que los intercambios benefician a compradores y vendedores por igual, y así favorecen nuestro bienestar colectivo o la utilidad social. El hecho de que la persona que me guarda la cola y yo hayamos hecho un trato demuestra que ambos queremos salir beneficiados. Pagar 125 dólares para poder asistir a una representación de Shakespeare sin tener que esperar en una cola es algo que me beneficia; de lo contrario, no habría pagado a quien espera en la cola por mí. Y ganar 125 dólares por pasar unas horas en una cola beneficia a quien decide hacer tal cosa; de lo contrario, no habría aceptado esa tarea. Ambos salimos beneficiados de ese intercambio; nuestra utilidad se incrementa. Esto es lo que los economistas piensan cuando dicen que los mercados libres reparten los bienes de manera eficiente. Al permitir a las personas hacer tratos mutuamente ventajosos, los mercados reparten los bienes entre aquellos que más los valoran, lo cual puede medirse por su disposición a pagar por ellos.