A Rosling no le gustaban los debates. Prefería mostrar los datos con la sana esperanza de que su mera presentación de manera comprensible y atractiva bastaría para informar a la opinión pública y callar así a más de un charlatán. Vano intento, como nos ha demostrado la realidad, pues no hay peor ciego que el que no quiere ver, y la mentira campa por sus anchas sin el menor pudor, negando la evidencia empírica o directamente inventando una realidad paralela.
Para aquellos que siguen creyendo que la información estadística ayuda a comprender el mundo y a enriquecer nuestra concepción sobre el mismo, la muerte de Rosling supone la pérdida de un referente. En estos tiempos en los que todo se mezcla hasta generar una nube incomprensible de ruido, Rosling nos enseñó a buscar la señal para interpretar adecuadamente la realidad.
Nos queda, pues, su contribución, un sueño de un mundo basado en datos y en su divulgación asequible y atractiva para el gran público. Sin él estaríamos hoy más indefensos frente al oscurantismo y el fraude intelectual y político. Convendrá, en aras de preservar una mínima decencia en los discursos y debates públicos, hacerse cargo de su legado, hacerlo evolucionar y crecer. Con Rosling, los defensores de la evidencia como método para interpretar y actuar en la realidad, han perdido a uno de sus principales espadas. Su contribución debería permanecer, por mucho que le pese a muchos interesados en hacer desaparecer la palabra “verdad” de sus particulares diccionarios.
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