Un lector me preguntó el otro día por mi escepticismo político: mi falta
de fe en el futuro y mi despego de esta casta parásita que nos
gobierna, sólo comparable a la desconfianza que siento hacia nosotros
los gobernados: sin víctimas fáciles no hay verdugos impunes. Siempre
sostuve, porque así me lo dijeron de niño, que los únicos antídotos
contra la estupidez y la barbarie son la educación y la cultura. Que,
incluso con urnas, nunca hay democracia sin votantes cultos y lúcidos. Y
que los pueblos analfabetos nunca serán libres, pues su ignorancia y su
abulia política los convierten en borregos propicios a cualquier
esquilador astuto, a cualquier lobo hambriento, a cualquier manipulador
malvado. También en torpes animales peligrosos para sí mismos. En
lamentables suicidas sociales.