Un compañero mío que trabajaba como técnico especialista para una agencia de ONU, durante su participación en un workshop en Bangkok sintió fuertes dolores abdominales. Decidió acudir al médico de un centro privado, la única alternativa que tenía. Tras explicarle los síntomas al médico que le atendió, este procedió a realizarle una exploración superficial de rutina, tras la cual le dijo a mi amigo: "puede ser algo muy grave; o bien puede tener un cáncer o podría tener el virus del SIDA".
Cualquiera de nosotros en una situación semejante, reaccionaría como lo hizo mi amigo: le invadió un sentimiento de pánico; de repente, la vida pareció tambalearse dentro de su cabeza, el mundo se le vino abajo. El médico le dice: “podemos hacerle una prueba ahora mismo para saber qué tiene exactamente”.
Todo esto ocurrió muy rápido y, poseído por un sentimiento de desesperación y pánico, mi amigo aceptó hacer los análisis y pruebas al instante, a pesar de que ya le han advertido que costarían 1.000 $. ¿Qué son mil dólares cuando te están diciendo que tu vida tiene una corta etiqueta de caducidad?
Un par de horas más tarde, y después de haber abonado la factura de los análisis y pruebas, el médico recibe de nuevo a mi amigo y le dice: “ha tenido suerte; apenas se trata de una intoxicación por haber comido algo en mal estado”. Mi amigo salió de allí radiante de alegría y euforia, después de haber vivido un infierno durante dos horas. Pero ya en frío, comienza a darse cuenta de lo que había pasado: le habían timado mil dólares.
Cuando se reincorporó a las sesiones de trabajo del workshop, compartió con sus colegas lo que había pasado. Varios de ellos se burlaron cariñosamente, llamándole "novato": por lo que parecía, se trataba de una práctica habitual en las clínicas privadas.