8 abr 2019

El secuestro del Estado por la elite de la Administración

Todos esos organismos están trufados de altos funcionarios nombrados a dedo. Los “partidos del turno” se han negado en redondo a sacar las manos de esos centros de poder, porque hacerlo hubiera significado perder mucha capacidad de mangoneo y quedar expuestos a la acción de la Justicia, razón por la cual había que ocupar los dichos organismos y la propia Justicia. 

Los 60.000 millones empleados en el rescate de las Cajas de Ahorro no hubieran sido necesarios si al frente del BdE no hubiera estado primero Jaime Caruana (PP) y después un socialista contemplativo y ramplón, un jeta de estricta obediencia como el famoso MAFO, y si él y su claque en Cibeles, en particular Javier Aríztegui, responsable de Supervisión antes y subgobernador después, no hubieran impedido al antaño prestigioso cuerpo de inspectores de nuestro banco central ejercer con independencia su labor fiscalizadora sobre balances y cuentas de resultados de las entidades de ahorro.


Algo habría que hacer para poner fin al secuestro del Estado por las elites administrativas. Algo, para evitar el despilfarro de fondos públicos empleados en mantener el nivel de vida de varios miles de altos funcionarios y políticos en cesantía convertidos en “grasa” del sistema, gente a la que resultaría más barato mantener en su casa cobrando el sueldo que enviarlos a puestos para los que técnicamente no están preparados. Al menos evitaríamos el daño que causan al prestigio de las instituciones y a la calidad de nuestra democracia, dificultando una corrupción que se alimenta de la ausencia de contrapoderes efectivos entre los políticos en ejercicio y los gestores públicos. 

Es evidente que una de las obligaciones de un Ejecutivo es dirigir la Administración, y que todo nuevo Gobierno necesita contar con gente de confianza al frente de las instituciones para poder llevar a cabo los cambios que los ciudadanos demandan en las urnas, pero de ahí a la ominosa exaltación del nepotismo en que se ha convertido el sistema de libre designación media un abismo. 

¿Qué hacer? Tal vez empezar por delimitar claramente las carreras del alto funcionario y del político, cuyas trayectorias a menudo se confunden, poniendo barreras a ese trasiego entre una y otra trinchera que suele hacerse con las ventajas de ambas en la mochila y casi ninguna obligación. Poniendo coto al dedazo de la libre designación, y universalizando los nombramientos en base al tan vapuleado concurso de méritos. Exaltando el valor de talento y esfuerzo. Y para empezar, tal vez deberíamos preguntar a la clase política qué opina al respecto y cómo piensa acabar con esta escandalosa situación en caso de llegar al poder el 28 de abril.