Hay acuerdo general: no es lo mismo la posverdad que la mentira. Lo primero es un intento de manipulación de la realidad y supone crédulos voluntarios; lo segundo, una afirmación que contradice los hechos y que busca engañados involuntarios. Hasta hace cuatro días mentir estaba mal visto. La Biblia incluía su prohibición entre los mandamientos y Kant anatemizaba de tal forma la mentira que ni siquiera la admitía para salvar la vida de un inocente.
No obstante, se daba por hecho que había mentiras y que entre los grandes mentirosos destacaban los gobernantes. Quizás por eso Miguel Catalán sitúa casi al inicio de su séptimo volumen dedicado al estudio de la mentira (Mentira y poder político) una afirmación rotunda: “Los políticos mienten más que el resto”. Coincide la aparición de ese libro con la reedición de dos textos de Hannah Arendt (reunidos en Verdad y mentira en la política). El primero se abre con lo que llama un “lugar común”: “La mentira siempre ha sido vista como una herramienta necesaria y justificable para la actividad no sólo de los políticos y demagogos, sino también del hombre de Estado”. En la misma línea el periodista inglés Matthew d’Ancona afirma: “Mentir ha sido parte integral de la política desde que los humanos se organizaron en tribus”.
Tanto D’Ancona como el que fuera directivo de la BBC y de The New York Times Mark Thompson y Victoria Camps vinculan la facilidad con que se ha impuesto la posverdad con el pensamiento débil defendido por no pocos filósofos, sobre todo europeos. “La hermenéutica de la sospecha, el pensamiento débil abrieron la puerta a la posverdad”, escribe Thompson, configurando un mundo en el que “tú eliges tu propia verdad como si fuera un bufet libre” (D’Ancona). Lo sorprendente es la facilidad con la que se abren paso estas falsedades. Porque hasta ahora, escribe Catalán, “para ocultar una realidad universal” había hecho falta “todo un mundo de mentiras”.